martes, diciembre 25, 2007

Cristales de invierno


















... y de fondo: 'Cayman Islands', de Kings Of Convenience (http://www.goear.com/listen.php?v=9c50cd2).

El frío seco que desciende de las montañas nevadas, trayendo consigo una marejada de abrigos de paño y bufandas de colores, destempla mi garganta pero no mi ánimo. Alzo el cuello de mi vieja chaqueta de ante y la la lana del interior roza con la incipiente barba que dos días sin trabajar me han permitido. Coloco mis manos en los guantes que acabo de comprar en la nueva tienda del barrio. Me dispongo a comenzar mi paseo cuando, desde la calle de enfrente, llega el gran hombre sobre el que escribí hace unos meses. Un abrazo de amistad sincera y un hasta pronto que seguro que será un hasta mucho. No divide la distancia, sino la diferencia. Exhalo el mismo vaho con el que jugaba de pequeño en los días más fríos, cuando imaginaba ser uno de aquellos hombres que se movían en las nubes de humo de las películas en blanco y negro, junto a la barra de un club de jazz. Ahora no soy un niño, y tampoco fumo, pero sigo admirando esas postales.

La ciudad en invierno es más nostálgica que nunca. A pesar de lo que dicen muchos, el frío y la luz neblina de diciembre le otorgan mayor romanticismo a sus calles, a sus plazas, a los árboles. Los mismos árboles que hace unas semanas bailaban canciones de avería y redención, ahora lucen huesudos estirando sus ramas hacia el cielo blanco, blanco invierno. Los mismos árboles que adornan el Salón, huérfano del viejo tranvía que nadie supo sustituir y que mi padre me llevaba a ver los domingos. El fuego consumió sus vagones de la misma manera en la que, muchos años después, haría arder los destellos nebulosos, a la lumbre de un corazón desnudo.

Sigo caminando por la acera arlequinada de la Carrera, una alfombra de mármol a la que se adhieren las hojas secas y por la que corretean los niños vestidos de domingo, como lo hacía aquel pequeño proscrito del caserón insomne que hay junto al río, en el que quedó atrapada una sombra de lo que podemos ser. La Fuente de las Batallas reúne a los más antiguos del lugar en torno a ráfagas de agua de espuma que moja las mesas de los bares en los que los turistas conviven con los personajes propios. Subo la calle Reyes esperando cruzarme contigo, pero siempre faltas a la cita. Llego hasta la Gran Vía, en la que me espera la librería Atlántida, un habitáculo mágico en el que conviven los más grandes de la música y la literatura. Cuando salgo de nuevo a la calle, con Cervantes bajo el brazo, percibo la claridad de un cielo que ha limpiado las nubes de borrascas pasadas. Si acaba la tormenta, todo parece tan poco... Ahora el frío de invierno congela los lamentos de verano como hizo en un paréntesis fugaz del mes de agosto. La felicidad melancólica de la ciudad del hielo cicatrizó unas heridas que han sido más dolorosas y profundas de lo esperado. Y más amargas.

Llego hasta nuestro punto de encuentro imaginario. El cuello alzado protege mi lastimada garganta, los guantes negros ponen mis manos a salvo de los cortes, el aire gélido de la ciudad invernada susurra palabras a los que quieren escuchar. Sin embargo, no he encontrado el modo de defender mi fortaleza de las tropas implacables. Por última vez, miro en derredor, por si acaso no te he visto, pero mis ojos no han sido los torpes. Aunque tampoco has venido este año, sigo esperando tu rescate entre la niebla, en cualquier calle, en cualquier lugar. Hasta que llegues, continuaré escalando las montañas más frías y esperaré en el invierno, quemando remembranzas con las que mantener vivos los fuegos.

¿Recuerdas?

viernes, diciembre 14, 2007

Océanos y rocas
















... y de fondo: 'Grey Room', de Damien Rice (http://www.goear.com/listen.php?v=c7b569e).

Son las siete de la tarde de un día cualquiera. Desde el pequeño rincón que he descubierto en este pueblo de viento, refugiado en un escondite de luz tenue, escribo lo que necesito que mis ojos escuchen, lo que quiero que la parte más humana de mí conozca. Estoy intentando, aún luchando contra las fuerzas más racionales que habitan mi mente, plasmar en unas pocas líneas las evidencias que no quiero ver. Son tan verdaderas que tengo miedo de reconocerlas como auténticas. Pensamientos que querría guardar en un cajón, o dejarlos arrastrar por este viento que azota las calles empedradas del barrio antiguo. Si, como me dijo una persona hace dos días, los pensamientos dejan de ser propios cuando los dices en voz alta, cristalizando tu realidad, quiero obligarme a escuchar lo que pienso y nunca he dicho antes.

Lo que hoy retumba en mis paredes son los ecos de los truenos que explotaban en mi cabeza hace unas semanas, cuando caminé hacia ningún lugar porque no encontré ningún lugar donde calmarme. Siempre he intentado hacer lo correcto, pero casi nunca he sentido que hiciera lo correcto para mí. Siempre he intentado ser justo con los demás, pero pocas veces he sido justo conmigo mismo. Siempre he perdonado a los que me han herido, pero no he conseguido jamás perdonarme mis errores. Quizás porque podía haber elegido hacer lo correcto, ser justo y no haber cometido estos errores. Soy una roca erosionada por las olas que golpean el acantilado. Soy un acantilado ausente que invita al borde del abismo. Soy un abismo que se esconde en las profundidades oceánicas.

Hay una vida en mi cabeza que hoy no se parece casi nada a la que vivo. Hubo unos días, hace no demasiado tiempo, en los que estuve cerca de llegar al sitio en el que me gustaría estar. Cuando estaba cerca de hacerlo tomé un rumbo inesperado que hoy sé que no tendría que haber iniciado. Tenía que haber seguido mi instinto y no mi raciocinio. Ahora, atrapado por las circunstancias amargas de una realidad que aborrezco, debo continuar caminando por estas tierras ariscas unos kilómetros más. Cuando, a uno de los lados de la carretera, haya un sendero de tierra, silvestre y salvaje, voy a escapar del asfalto que derrite a la persona más humana que hay en mí. Abandonaré el mundo aséptico desde el que ahora escribo para revolcarme sobre la hierba mojada y manchar mi ropa vieja. Cuando pueda tomar ese desvío, cuando tenga miedo de tomarlo, sólo tendré que venir aquí, a estos renglones, para cerciorarme de que he de perseguir lo que anhelo. Recordaré que debo ser justo conmigo, hacer lo correcto y no cometer viejos errores. Así no tendré que intentar perdonarme, porque sé que no podría hacerlo nunca.

Soy la furia que emerge de las simas del océano. Soy el océano que humedece los peñascos del acantilado. Soy el viento que arrastra a las olas a batirse con las rocas. Soy las olas del mar. Soy las rocas…

domingo, noviembre 04, 2007

Curvas de montaña


... y de fondo: 'El Circo', de Miliki (http://www.goear.com/listen.php?v=6782353).

Hace seis años una furgoneta C-15, cargada de personas y equipaje, subía con dificultades la tortuosa carretera de montaña que llevaba hasta la ermita de la Virgen de la Cabeza, en Andújar (Jaén), para vivir unos días de fiesta en plena romería. El conductor apenas tenía experiencia al volante. Tres meses parecieron suficientes para afrontar la travesía. Los compañeros de viaje, quizás más nerviosos que el propio chófer, se quejaban constantemente y le hacían continuas advertencias: "Cuidado con la curva, que es muy cerrada", decían. Y lo dijeron en cada una de las curvas. Si realmente fueran todas tan cerradas, aquella debía ser la carretera más peligrosa del planeta. El copiloto, que era un granadino criado en las faldas de aquella sierra, hacía las veces de cicerone. Su única responsabilidad era avisar de los tramos más complicados. En realidad, sólo había un punto en el que había que tener cuidado: un puente tan estrecho que uno de los coches tenía que ceder el paso al otro. La señal de tráfico era un sueño imposible, claro. El copiloto, en el momento crucial de su misión, estaba contando chistes y el conductor tuvo que frenar con, digamos, cierta brusquedad. A uno de los que iba sentado detrás se le cayó una caja en la cabeza, lo que provocó su iracunda reacción y un ajustado recuento de los familiares del copiloto. Si al menos los chistes tuvieran gracia...

El plan perfecto, el que habría seguido un grupo normal, era subir a la Sierra, acampar, permanecer los tres días de la romería, recoger los bártulos y marcharse. Digo que eso era el plan normal, porque aquellos romeros eligieron otro. En vez de subir y bajar, es decir, recorrer aquella maldita carretera dos veces (una de ida y otra de vuelta), los romericos, que así podrían llamarse, subieron, dejaron las cosas, bajaron, estuvieron todo el día de un lado a otro del pueblo y volvieron a subir a las doce de la noche. Supongo que para darle más emoción al asunto. Hideputas, que diría Alatriste. Con lo que no contaban era con el complejo mecanismo que permitía encender los faros de la vieja C-15. Allí estaban los cuatro romericos, futuros licenciados todos, intentando dar con la solución al enigma en mitad de un parking. "Pues colocamos linternas", dijo un lumbreras. Al final, claro, dieron con la tecla... porque llamaron al dueño de la furgoneta. Llegaron otra vez a la Sierra a las tres de la mañana, pero la zona estaba abarrotada como si de unos grandes almacenes en plenas rebajas se tratara. El conductor, hastiado de conducir y de los chistes de su copiloto, encontró un hueco minúsculo en el que aparcar. Bajó una cuesta, giró hacia la izquierda y colocó el coche entre tres árboles y un pedrusco obelístico. Como decía, no era un conductor experimentado, pero sabía que sacar la 'fragoneta' de allí iba a ser complicado. Difícil de cojones, vamos. "Bueno, ya veremos cuando nos vayamos", decía para sí mismo.

La noche anterior habían estado de fiesta en el pueblo hasta las cinco de la mañana, bailando sevillanas y bebiendo 'Pilicrín'. Cuenta la leyenda que incluso cantaron por las iliturgitanas calles con los pañuelos que regalaban con las botellas en la cabeza. Hubo alguno, para más inri, que cantaba aquello de "un baile nuevo, un baile nuevo, el baile del pañuelo, el baile del pañuelo...". Se fueron a dormir a la cinco, decía, y se levantaron a las ocho, lo que supuso una gran alegría para el imberbe conductor. Después vino el primer ascenso, el descenso, las compras, las luces, el segundo ascenso y el aparcamiento. Y aún les duraba la resaca.

Contaba que el conductor se las prometía felices una vez que había depositado el vehículo en un abismo. Aún no se le había borrado una estúpida sonrisa de la cara cuando llegó el de los chistes: "Oye, que hay que coger la frago para ir a por unos amigos". Lo acababan de joder a base de bien. Aquello era lo último que hubiera querido escuchar. Sería difícil explicar la forma en la que se le revolvieron las tripas y las neuronas en un baile cerebral imposible. Así que nuestro valiente protagonista, agotado, cabreado y resacoso, no tuvo otra que volver a entrar en la C-15 del padre de su amiga para intentar sacarla de allí. Efectivamente, sus teorías sobre la dificultad de la operación no eran descabelladas. El sudor frío y los instintos asesinos hicieron acto de presencia. El cielo se le abrió un poco cuando uno de los autóctonos, amigo íntimo del de los chistes, dijo algo que al conductor le pareció celestial: "¿Quieres que lo saque?", preguntó. "¿Pero tú sabes conducir?", replicó el otro. "Claro, hombre".

Todo sucedió muy rápido. La 'frago', marcha atrás, esquivó los árboles y el pedrolo, subió la cuesta de culo, subió, subió... Y lo hizo tan rápido que estuvo a punto de atropellar a nuestro querido amigo, que tuvo que correr para proteger su vida. Después se escuchó un golpe seco y metalizado, al que sucedió un exabrupto: "¡Me caaaago en la puta, cooones! ¡Mi coche, mi coche!". Lo que faltaba, pensó nuestro buen amigo. Entonces, una figura gigantesca surgió de entre las sombras y las tiendas de campaña. Las greñas al viento, las venas de la frente hinchadas y el cubata en la mano. Las cinco de la mañana. Qué noche tan larga fue aquella. El ambiente festivo y, evidentemente, la botella de whisky que aquel hombre debía haberse bebido, apaciguaron sus ánimos y permitió que el embrollo se arreglara de forma amistosa. No debe contarse mucho de lo que sucedió después, por pura precaución legal. Baste con decir que nuestro protagonista acabó rellenando el parte de aquel gigante furioso porque, de lo borracho que estaba, no podía ni sostener el bolígrafo. Los guardias civiles estaban disfrutando con aquel espectáculo. Casi estoy por asegurarlo.

Pero la cosa no acabó en eso. Qué va. Más tarde, el conductor, el de verdad, fue a recoger lo que fuera (qué más da si leña o personas) con el hideputa del yo-sé-conducir-de-cojones-pero-me-estrello-con-otro-coche-me-pongo-a-llorar-y-después-te-echo-la-culpa-a-ti-no-sin-antes-pedirte-que-digas-que-eras-tú-el-que-conducías-que-yo-no-tengo-permiso-y-me-cae-un-paquete, a su lado. Quizás por eso de tener cerca a tus amigos pero más cerca aún a tus enemigos. Durante el trayecto, iba aquél intentando quitarle importancia al asunto de la Guardia Civil y el mamotreto que quería inflarlos a hostias a los dos. Parecía cosa de la tierra, porque el cabrón iba contando los mismos chistes malos que el otro le había contado antes. De repente, un ruido que provenía de la parte trasera del vehículo. El conductor miró por el retrovisor. Las puertas se habían abierto y la mercancía que transportaban se iba cayendo por la carretera, como migas de pan que dejaban tras de sí para que cualquiera que las siguiera descubriera quiénes eran los gilipollas. No les quedó otra que frenar, hacerse a un lado y recoger todo aquello. Cuando lo hicieron y cerraron las puertas como pudieron, ya de vuelta a las tiendas de campaña, al iluminado imbécil se le olvidó decirle al conductor por qué desvío tenían que ir y, a las seis de la mañana, tuvieron que dar media vuelta en plena curva de aquella fatídica carretera de montaña. La madre que parió la carretera, la montaña, el imbécil y la 'fragoneta'.

De todos modos, lo mejor estaba por llegar. Los dos nuevos amigos, el conductor y el imbécil, volvieron por fin tras su odisea. Los demás, que llevaban por lo menos cuatro horas bebiendo vino y comiendo y estaban tan alegres, preguntaron por lo sucedido. Ambos se sentaron donde pudieron y les sirvieron un vaso de vino y un pincho de tortilla. El fatigado conductor no tenía ganas de fiesta. Llevaba 24 horas sin dormir durante las cuales había cargado con una resaca, había conducido diez o doce horas en una furgoneta al borde de la jubilación, había aguantado un repertorio amplio de chistes sin gracia, soportado a un imbécil, a dos guardias civiles y a un energúmeno borracho. La verdad es que no estaba para fiestas ni para bromas. Lo único que deseaba es que todos se fueran de la tienda y poder dormir con tranquilidad. Qué plácido y dulce deseo era imaginarse el silencio y la comodidad de un rincón en el que descansar. El imbécil, por su parte, parecía muy contento y feliz. Estaba allí riéndose con el cardo de su novia cuando no se le ocurrió otra cosa que decir: "Come tortilla, hombre, que no ha pasao ná". Y el conductor, al que llamaremos Krabat, tuvo que soportar, a modo de clausura de un día inolvidable, cómo se reía aquel imbécil, a su modo subnormal, con los trozos de patata entre los dientes.

viernes, noviembre 02, 2007

Thinking Blogger Award

El 26 de agosto de 2007, Acróbatas me galardonó con un Thinking Blogger Award. Hoy (¿qué día es hoy?) lo he sabido. Uno más de mis despistes, consecuencia de las esporádicas ausencias en la blogosfera. No quiero que piense que sería tan estúpido como para no agradecer el detalle, así que he venido a escribir tan pronto como he podido. No hace falta que exprese cuánto agradezco que tan brillante persona se acordara de mí a la hora de repartir premios. Aunque, de todos modos, gracias. No sólo por esto, sino por aparecer hace ya bastantes meses por este rincón y haber dejado unas palabras desde entonces. Por haberme permitido descubrir el lugar donde creas tus acrobacias y también otros lugares que vigilo con frecuencia, aunque no en todos escribo comentarios.

Aún me hace más feliz que haya elegido este modesto hotel porque apenas cuenta con treinta habitaciones. Las puertas siempre están abiertas, claro, pero las carreteras quedan lejos. En realidad, cuando creé Las heridas invisibles (la primera versión de Fuegos de invierno) no tenía otra intención que escribir lo que no podía escribir en otros sitios. Ha habido cambios en los últimos días por exigencias del guión y me gustaría comenzar a relatar abordajes a otros barcos que no astillen mi ánimo con tanta intensidad. Supongo que será imposible. Supongo que será un propósito de año nuevo. En cualquier caso, gracias por elegirme.

Cumpliendo con las reglas del premio, he de galardonar a otros cinco blogs. Dejo fuera a muchos, aunque ninguno de los que he seleccionado se lo merece menos:

1. La penúltima palabra. Los fuegos de invierno arden porque Eva quiso que lo hicieran. Un espacio multicultural al servicio de los sentidos. Una noche le pregunté: "¿Por qué la penúltima palabra y no la última?". Sonrió, me miró a los ojos y contestó: "Porque prefiero escuchar lo que dicen los demás".

2. Acróbatas. No se trata de devolver el gesto. Vanessa acumula talento, sensibilidad, constancia, arrojo y tacto. No a todas las personas las eligen las carreras. Ella sabe de qué hablo.

3. Llunarium. Al igual que Acróbatas, creo que no será la primera vez que le premian. Imágenes captadas en movimiento, antes de que se detengan los matices que hacen que su blog sea especial.

4. El viaje de Jano. Como él mismo dice, el mundo visto desde otros ojos. El psycho-mynock más simpático del espacio exterior.

5. Viernes de noviembre. Criz es delicada, elegante, brillante y capaz. Capaz de escribir grandes versos, de escoger grandes canciones, y de tratar con una concepción panorámica los sentimientos.

Los galardonados deberán cumplir con los siguientes requisitos:
1. Escribir un post citando (premiando) a cinco blogs que "le hagan pensar".
2. Enlazar el
post original, para que se pueda encontrar el origen del premio.
3. Mostrar la imagen del premio enlazando la nota en la que le han reconocido su valía.

Gracias a Vanessa, por el premio. Gracias a los que se acercan por aquí.

lunes, octubre 22, 2007

Salitre 48


En 1998, publicación de 'Personal' y rescisión de contrato mediante, Quique González quedó en una situación delicada. Desde el mes de noviembre de aquel año hasta marzo de 2001, inició un viaje de dos rutas paralelas. La primera marcaba la senda a seguir en su vida personal. La segunda, sus canciones. Un largo recorrido por carreteras secundarias, como confesaba el propio autor, por pensiones olvidadas desde las que fotografía innúmeras imágenes. Una bandada de gaviotas, un ron con cola en el Wild Thing, un café en el puerto de Mahón, una colección de lunas llenas, un otoño de párpados caídos. En Salitre 48, Quique captó la esencia vital de paisajes y personas para compartirla con los compañeros de viaje que escuchan sus letras. Liberados de ataduras, obligaciones y problemas, el disco propone un viaje de 67 minutos con 16 paradas.

Las canciones de Salitre 48 desprenden una gran sinceridad y un alto concepto de la honestidad. Son sugerentes y conmovedoras. Hacen partícipes a los que las escuchan, situándolos como espectadores de una infinita sucesión de imágenes que pasean por delante de los iris. Con aquellas 16 canciones, Quique alcanzó su máximo grado de expresividad emocional, que después mantuvo entre pájaros y kamikazes. En la búsqueda constante de renovadas experiencias, Quique recorre el país de costa a costa sembrando, en cada cala y en cada hostal, composiciones que crecen huesudas, descarnadas y directas. Mantienen el semblante acústico de las maquetas que grabó junto a Carlos Raya. Una sencillez que no arrancó las raíces rockeras del madrileño. Al fin y al cabo, el rock es un estilo de vida. Salitre 48 rezuma una intimidad alejada de los guitarrazos de 'Personal'. Las letras, por su parte, forman parte del mejor poemario de Quique, que rara vez ha conseguido después acercarse a aquel nivel. En ellas quedó impresa su actitud ante las adversidades y la fidelidad que mantuvo respecto a su propio código de valores humanos.

De este modo, la ruta comienza en Conil de la Frontera al ritmo de una mandolina ('Salitre'), pero después recorre diferentes escenarios: una feria de casetas y coches de choque, bailarinas, camareras y dulces de manzana ('Día de feria'). El paisaje vacío de Mahón, la ventosa urbe solitaria, marca un espacio de almas deshabitadas ('La ciudad del viento'), entre las que arden estrellas al calor de un órgano ('Crece la hierba'). Después el viaje continúa hasta llegar a un arrecife desde el que contemplar una puesta de sol decadente, las olas del mar rompiendo contra las rocas, gaviotas cruzando el horizonte, vientos recorriendo la costa. Una balada cruda que evoca recuerdos perdidos y nostalgias borradas ('Rompeolas'). La oscuridad envuelve el álbum y se torna grisáceo cuando una mujer baila en un doloroso charco de fracasos. Escenas rodadas a cámara lenta donde cobran vida las gotas de agua que resbalan sobre los entornados párpados, la tristeza latente ('Bajo la lluvia').

A la luz de la lumbre de hogares perdidos ('Ayer quemé mi casa'), persiste el ambiente desolado y el pertinaz lamento de acústicas cuerdas ('De haberlo sabido'). El desasosiego duerme una noche en un hotel de carretera ('Jukebox'), donde se agitan los cuerpos. A la mañana siguiente, armónicas y violines reinician el camino por senderos apacibles, calzados todos con zapatillas para huir deprisa ('En el disparadero'). Casi al final de la travesía, el talento de un Urquijo descansa en los portales ('Tarde de perros'). En la penúltima parada del trayecto, Quique echa la vista atrás para estudiar el camino recorrido, el desgaste sufrido. En el horizonte se vislumbra de nuevo la playa donde esperan los viejos amigos. La brisa salada refresca el rostro afligido y humedece el alma fatigada ('Todo lo demás'). El último respiro, ahogado en el cansancio, solicita descansar en tierra firme, agotado de volar entre las nubes ('Permiso para aterrizar').

domingo, octubre 14, 2007

Avería y redención #7



... y de fondo: 'Trabajan en escenas de acción', de Quique González (http://www.goear.com/listen.php?v=a9fb831).

Las primeras lluvias de otoño se han sucedido las últimas semanas, empapando los pantalones cortos de turistas sorprendidos por el temporal. El cielo gris retumba al son de tambores de guerras perdidas. Las hojas empapadas que han caído estos días se adhieren al suelo, coloreando de ocre las aceras solitarias del último domingo. Las fuentes del centro son alumbradas por los pocos faros de los coches que cruzan la ciudad. Los paraguas suelen ser amigos a los que sólo extrañas cuando están lejos de tus manos mojadas. La plaza desierta reposa de caminantes perdidos, ahogados en las prisas de todas las semanas.

Refugiado en las paredes secas de la habitación, escucho 'Backliners' y observo el baile de los cipreses que puedo ver desde mi ventana. Parecen deslizarse al ritmo apaciguado de la canción, como las chicas del rock and roll que exhalan lánguidos y eléctricos acordes. La noche está a punto de cubrir el techo nublado de un domingo cualquiera. Si me asomo al filo de la baranda metálica, junto a los cristales, puedo cerciorarme de que casi siempre he aparcado mi coraza en doble fila, haciendo caso omiso de lo que sugerían las circunstancias. Cuando no lo he hecho, cuando he intentado ponerme a salvo de los choques implacables, la vida ha solido llevarme por caminos raros. Nunca he querido ponerme triste en los bares de aeropuerto, pero hay noches en que los aterrizajes me han dañado las frágiles alas y he ido a reparar mis averías en la misma soledad fría de aquellos bares.

Calado de tristezas, la cajita de música cuyas claves nunca he descifrado se abre para regalarme un canto a las heridas que nunca he olvidado. El manto oscuro ha cubierto a estas horas los árboles que hay frente a mi ventana. Supongo que continúan rozando cicatrices en la casa vacía que invadieron los rusos. Los que evitan el crudo invierno del lamento helado y el viento azaroso del norte de las penas. También, a veces, he ido yo a resguardarme en viejos caserones donde se esconden los niños que fuimos. Salones de sueños insomnes que trabajan en escenas de acción, siempre al límite del daño y las desilusiones.

Esta noche será la última noche de los dos últimos años. Mañana, cuando comience el nuevo camino y estrene zapatillas alegres, no voy a repetir estos tropiezos. Seguramente mantenga mi querencia por los proyectos desperfectos, por las abruptas tierras que lastiman mis tobillos. Sin embargo, confío en que el tiempo redentor haga olvidar las aflicciones. Espero que pueda recordar sólo los días en que he sido feliz. Cualquier excusa es buena para comenzar. Las últimas notas del nuevo disco de Quique González llegan a la línea de meta, justo cuando yo me sitúo en la de salida. Los cipreses aún bailan al son del viento silbado. Las ilusiones que he reconstruido aún llamean a la luz de las tristezas redimidas. Aún tengo rock and roll en el pecho...

"Yo te decía que todo estaba bien
y estaba fuera de la situación
fuera de la situación, en una nube."


* 'Avería y redención #7' es el nombre del último e imprescindible disco de Quique González. En cursiva, los títulos y versos de las canciones que he utilizado para juntar mis retazos. Para más información, www.quiquegonzalez.com

lunes, octubre 08, 2007

La noche americana

El artista madrileño Quique González conserva su discurso y sigue apostando por los retratos cotidianos, destacando el instante que a primera vista parece carecer de importancia. La gran diferencia entre este trabajo y los anteriores es que la mayoría de esas imágenes no corresponde al rostro del propio autor, sino a un ramillete de personajes. En este sentido, es un álbum menos autobiográfico. El contenido del disco está plagado de cuadriláteros de boxeo, casinos de juego y habitaciones de hotel y las guitarras eléctricas no eran tan poderosas en sus canciones desde su debut en 1998 (“Personal”).

La temática está estructurada, en cierto modo, sobre la base de dos pilares: las historias ajenas y las propias. A veces las segundas se camuflan entre las primeras, pero tan sólo a través de tímidas referencias. Cuando compone sobre otros, González se resta protagonismo y permite que los focos iluminen a sus personajes: boxeadores acabados que un día conocieron la gloria (“El campeón”, “Kid Chocolate”), un gángster que vive al límite (“Hotel Los Ángeles”), un pianista de hotel que canta los parámetros que rigen su vida (“Hotel Solitarios”, donde se vislumbra la personalidad del propio autor) o la familia fracturada por la huida de una madre que deja atrás a sus hijas (“Nunca escaparán”). Sin embargo, en sus canciones más personales logra captar una atención mayor. La identificación con ellas es más fácil, ya sea a través de descargas eléctricas (“Vidas cruzadas”, “73”), colaboraciones como la del ganador del Oscar, Jorge Drexler (“Me agarraste”) o versiones de canciones de otros compañeros de profesión, en este caso Atahualpa Yupanqui (“Alhajita”). Sin embargo, el fuerte de Quique es el terreno emotivo y melancólico, el sonido nostálgico y el aspecto de chico frágil y desvalido. Cuando se mueve en este ámbito es capaz de facturar excelentes canciones: aborda la fugacidad del tiempo y del equilibrio inestable que se establece en la vida de forma natural (“Días que se escapan”, imprescindible), crea una enternecedora dedicatoria a la pareja (“Los motivos”) y se erige como un tipo compasivo que confía en las segundas oportunidades (“Se equivocaban contigo”, donde colabora Pancho Varona poniendo su voz en los coros).

El nexo común entre ambos bloques es la estética del perdedor que tanto ha cultivado Quique en su carrera, aquella persona que se mantiene de pie a pesar de los golpes recibidos, encajados con dignidad y que se protege con un manto de valores con el que cubrirse en el que tienen cabida el honor, la honestidad o el reconocimiento de la dependencia de otra persona, de la necesidad de ser amado. En resumen, historias corrientes que se producen a diario contadas de una forma apegada al detalle, con un estilo que incide en la observación de instantes que en un primer momento parecen insignificantes y que encierran el espíritu de lo cotidiano, de lo dependiente, de lo que junto a otros pequeños instantes forman grandes emociones.

Una vez que ha quedado atrás la austeridad instrumental del artesanal “Kamikazes enamorados”, su anterior disco, Quique vuelve a rodearse de sus músicos habituales: Jacob Reguilón, Tony Jurado, alguna cara nueva como Joserra Senperena y la participación esencial de su inseparable Carlos Raya, que junto a José Nortes vuelve a hacerse cargo de la producción. La obra fue masterizada en Nashville por Richard Dodd, quien ha ayudado a conseguir que el disco tenga un sonido tan americano. El diseño y las fotografías, también instantes mundanos capturados, llevan la firma de Fernando Maquieira.

Aunque alguna letra hubiera necesitado un último retoque y el desarrollo del álbum se torna, a veces, irregular, el resultado global es muy favorable y puede que los mayores enemigos que tenga este disco sean, precisamente, sus antecesores. De todos modos, Quique González continúa viviendo su propia aventura: la búsqueda de la libertad artística y personal. Y va por buen camino.

sábado, septiembre 08, 2007

Los destellos nebulosos

















... y de fondo: 'Eden', de Hooverphonic. http://www.goear.com/listen.php?v=e7b7769

Ahora que ha pasado el tiempo y las ramas de los árboles han perdido todas su hojas, puedo darme cuenta de que el viento que agitó los bosques no tuvo fuerza suficiente para despejar las copas más recónditas. No llegó la luz a todos los lugares, sino que se mantuvieron refugiados entre los pétreos muros que fortifican las raíces más antiguas de la frondosa arboleda.

Ahora que las llamas que avivaste se han extinguido casi por completo, comienzo a respirar un oxígeno menos cargado de recuerdos, de imágenes tan recientes que secaban mi garganta al suspirar. Después de que el fuego se extendiera por todas las colinas, intenté buscar el origen de la primera fogarada, la que liberó los instintos más autodestructivos que habitan en mi alma quejumbrosa, y que a menudo me ofrece su lado más cruel y salvaje. Logré encontrar la razón de una tristeza tan profunda y desoladora. Nunca antes habían carbonizado mis ilusiones. Frecuentemente era yo mismo el que las prendía, o lo hacía el tiempo y mi desgana. Pero nunca antes había estado situado en el origen del incendio.

Aquella vez ocurrió así. Quise acercarme a las raíces para desenterrarlas y derrumbar así los árboles más altos, los que mantenían a la sombra a los más jóvenes, que aún no estaban manchados de desasosiegos. Cuando arranqué aquellas raigambres quise asegurarme de que no volvieran a entrelazarse en ningún otro refugio, y encendí una chispa luminosa que las hiciera desaparecer. Allí estaba, dispuesto a dibujar con tonos más claros un paisaje menos lóbrego, cuando se derrumbaron todos tus castillos intangibles y la molicie avivó un huracán que creía tener controlado. El azote de los destellos nebulosos llegó hasta mis manos y la chispa se transformó pronto en una quema inextinguible que arrasó los mejores días que vivimos juntos.

Algunas semanas más tarde, con las cicatrices aún calientes, contemplé absorto y triste los restos incinerados de aquellas fortalezas inventadas. Aún hoy puedo recordar el olor de la vida socarrada en aquel bosque sombrío, vacío de la luz que le regalaste durante unas pocas mañanas. Podía haberme llevado las cenizas, pero siempre hubieran rememorado mi fracaso. Prefiero acudir a aquellas ruinas cuando necesite darme cuenta de que puedo ser feliz, porque entonces, antes del fuego, había sido muy feliz contigo. Eso es lo que te agradezco. Lamento que no comprendieras lo que estaba construyendo para ti, que no quisieras arriesgarte demasiado.

Ahora que nada importa, he comprendido que no pude huir de aquel incendio porque no hice caso a las señales. No quise ver los destellos que conviritieron aquellas semanas en cielos nebulosos.

martes, julio 31, 2007

La ciudad del hielo


... y de fondo: 'Momsong', de The Be Good Tanyas.

Llegué, como la novela de Almudena Grandes, con el corazón helado, no tanto por las turbulencias de un vuelo que siempre pareció demasiado largo y peligroso, sino por las lluvias de las últimas semanas, que también han parecido más extensas e inseguras que las anteriores. Nubes de una borrasca que había dejado demasiada calma tras de sí. Cuando llegué, aún sobresaltado por la cercanía de un final inesperado, no tuve tiempo de darme cuenta. Tardé un poco más. No fue tampoco durante el camino al barrio alternativo, cruce de calles similares y de colores contrapuestos, cuando lo advertí. La mañana siguiente, más reposado, desperté y me di de bruces con un pasado agradable que había perdido la costumbre de visitarme. El pasado, que había vuelto a ser presente, contempló los barcos del puerto desde el muelle de madera, primero, y desde la terraza de Herman's, después, intentando imaginar una vida tan libre... Pero aquellos pensamientos, meras delusiones de mundos más comprensivos, enarbolan banderas piratas, y muchas de mis cavilaciones suelen ahogarse antes siquiera de haber zarpado. Las otras, las que ya han fracasado alguna vez, siempre quieren hacerse notar.

Tras haberme esforzado por parecer menos carnívoro, un objetivo que desempeñé con cierto oficio casi hasta el final, fuimos a un local de jazz de cuyo nombre no puedo acordarme. Pero al menos tú lo sabes. Entonces alguna evidencia que aún no era capaz de definir se colocó junto a mí, entre nosotros, en el minúsculo espacio que nos habían dejado los demás, y entre las embestidas del camarero logramos disfrutar de un talento asiático que demostraba tener fuerza, al menos, para deslizar sus dedos por las teclas con mucho talento. Y junto a aquella diminuta artista, un saxofón arrancaba los aplausos de manos nórdicas. Las mías, sureñas, hacían un esfuerzo por no dejar caer la cerveza. Hasta eso nos distingue. Desde un punto intermedio entre el Sur y el Norte llegó el dueño de la elegante crepería, aquel gabacho templado sentado junto la puerta, esperando a las mujeres de su vida, con su delicado acento francés componiendo frases en un castellano parido con esfuerzo, pero con gracia. Y tú no conocías la bohemia de Aznavour...

Las rodillas, sin duda, son una parte delicada de los cuerpos. Si hubiera protegido de la misma manera las mías, supongo que mi paso habría sido más firme y menos tambaleante. Aunque, quizás, las lesiones serían las mismas. Con bollos de canela y cafés amargos, fuimos testigos de la pasarela de turistas en la plaza y en la catedral, y yo no era uno de ellos por mucho que mi pelo insinuara lo contrario. Los niños, al son de melodías cinematográficas, jugaban donde antes otros fueron quemados. Este es uno de los pasos importantes del progreso. Los diamantes sangrientos de Sierra Leona, sin embargo, hace que los hombres sean tan crueles como lo eran antes... ¿demasiada realidad para la ocasión?. Cúlpame por mis elecciones. Las tengo tan acostumbradas a ser desacertadas que podemos absolverlas. Me propongo como responsable solidario, o subsidiario, de las decisiones y las conversaciones que proporcionaron cualquier tipo de tristeza. Y, por entonces, ya pude vislumbrarlo todo.

El último día, abandoné una pena infinita en aquellas tumbas inocentes. La coloqué junto a los peluches, entre los cochecitos y las fotos de tonos sepia. Intentamos olvidarlo sobre el césped del parque, cuando devoré los renos del supermercado y se confirmó el fracaso en mi aventura vegetariana. Supongo que mi estómago necesita la carne como mi cabeza la nostalgia. "Demasiado melancólico para ser español", dijiste entonces. Y, en efecto, lo fui durante el concierto de The Be Good Tanyas en Pet Sounds. Una hora de predicciones futuras en las que soltamos amarras, y treinta minutos para descubrir una música suave y hermosa. Pero, de veras, siempre eché de menos el violín...

Fue entonces, mientras intentaba dormir tras la exótica cena, cuando me di cuenta de todo lo que habían susurrado los tres días. Son las personas las que otorgan carácter a las urbes, medida, ambiente y clima. Y allí, en la ciudad del hielo, fue donde encontré el calor que anduve buscando mis últimas semanas. Porque, no lo olvides nunca, los fuegos de invierno son aquellos que templan los corazones enterrados en la nieve.

Gracias otra vez, amiga.

miércoles, junio 27, 2007

Nubes de borrasca



Suele ocurrir tras los temporales. Antes, la rutina ennegrece las densas nubes de verano que, inmóviles, se preparan para la gran descarga. Los truenos ofrecen los primeros avisos. Comienza el espectáculo. De repente, un soplo de viento frío interrumpe el silencio, la falta de palabras que no evita las dudas, ni las preguntas que no fueron resueltas. En el ojo de la tormenta aún tuve tiempo de resguardarme. Sin embargo, preferí empapar mis alas, que se volvieron tan pesadas, o tan temerosas, que no pude marcharme a otros lugares.

Nublado el horizonte, el viento dejó de silbar y la atmósfera fue entonces más seca que nunca. Olvidé el significado de la tormenta en aquel instante vacío.

Había abandonado la costumbre de esconderme, así que no me importó que las primeras gotas aterrizasen sobre mí, simples precedentes de una ráfaga de agua más fuerte y tenaz que otras borrascas que pasaron por el mismo parque. También entonces pude haberme refugiado en ese escondite que he utilizado tantas veces, en el que he dejado tantas intenciones y he perdido razones para seguir creyendo.

Sabía que suele ocurrir. Tras los temporales. Cuando sufres turbulencias, etapas de poca incertidumbre y de grandes movimientos que arrasan todo lo que encuentran. Las casas desaparecen y las calles donde creciste no parecen las mismas. Pero también arrastran a los oscuros y malos recuerdos, que son diluidos en otras corrientes.

Cuando todo ha sido reconstruido, sin embargo, no queda más por hacer, y todo lo que hubo antes de la lluvia parece mucho más aburrido que nunca, y más anodino. Si no hay truenos que acallar, salvo los internos; si no hay lluvia con la que envolverse en agua, ni hay contenido en las palabras que silba el viento, salvo las que se escuchan en el interior; si se han secado ya las alas y aparentan estar listas para emigrar a horizontes más grises, para retornar al mar en el que zozobran los barcos más resistentes... Si acaba la tormenta, todo parece tan poco...

miércoles, abril 11, 2007

Insomnio

... y de fondo: 'The Animals Were Gone', de Damien Rice.


Por las noches, cuando todo es silencio y reflexión y pausa y colores oscuros, abro la puerta de casa y me dirijo a otro lugar. En el rellano no encuentro a nadie y bajo las escaleras con tanto cuidado como si mis pisadas fueran golpes de tambor. Desciendo hacia el portal sin ser descubierto y entorno la puerta al salir, por si alguien decide regresar. Recorro los treinta pasos que hay desde el jardín hasta la cancela mientras observo los altos edificios que empequeñecen mi bloque. Ahora que no hay luz, ni calor, ni gente, todo parece diferente. La luz de los faroles que cuelgan de las paredes se apaga, emite destellos discontinuos que parecen los guiños de alguien que no sabe hacerlo y cierra los dos ojos. Busco el puente colgante sobre el río, y cuando lo cruzo ya no se ve nada. Sin embargo, no necesito linterna. Sé dónde están las piedras del camino.

En la ribera de un cauce detenido crece una vegetación asilvestrada, que esconde un caserón que no visita nadie. La madrugada ha avanzado, pero hay reflejos de luz negra en las ventanas. Trazadas tétricas de un pintor cansado intentaron dar color a su fachada, agrietada por los años y el abandono. Hace frío aquí afuera, pero no siempre me atrevo a entrar. Las enredaderas parecen ahora negras cuerdas que sujetan los muros, y la puerta de madera, desencajada de su marco, pende de una bisagra desgastada. La empujo con suavidad y un escalofrío acompaña a mis vértebras durante mi espalda. Hay una gran escalera en la entrada, pero nunca he subido por ella. La madera del suelo cruje a cada paso que doy hacia lo que era un gran salón del que se olvidaron. La casa desprende fragilidad y temor a ser descubierta, pero las personas que antes entraron han tenido miedo de ir más allá del umbral. Pero yo no estoy asustado. Sé cómo son los fantasmas del camino.

Entre penumbras y recuerdos me siento a descansar junto a la entrada. Escucho unos pasos que se aproximan hasta mí. No me preocupan. Conozco al niño que aparece entre la oscuridad de este antiguo rincón perdido. Tiene los ojos oscuros, aunque son más claros cuando hay luz. Pero hace mucho que no duerme. Durante años, he venido a visitarlo cada noche. Me contaba historias felices que me hacían sentir bien. Después, cuando me marchaba, se quedaba junto a la ventana, apoyando su cabeza entre sus brazos, y se despedía de mí con una mano, agitándola agotado. No salía desde hace años, pero no recuerda cuál fue la razón que provocó su encierro. No quiere intentar acordarse. Sólo me contaba que una mañana, cuando despertó, no pudo recordar lo que soñaba. Y no quiso dormir, porque dormir sin soñar, decía, era como vivir las pesadillas por los sueños que no tenía. Y como no tenía sueños, todo fueron pesadillas. No había desconfianza entre nosotros. Sé quién es el niño que no ha dormido.

Esta mañana, cuando los primeros avisos de luz han rayado mi camisa, he cerrado los ojos y mi respiración se ha vuelto más profunda. Cuando he despertado, el niño ya no estaba a mi lado, y las puertas se han cerrado desde afuera. Quizás algún día, si regresa, le cuente lo que quería decir antes de dormir. Aunque desconozco si ha sido él el que ha despertado o soy yo el que siempre ha tenido cerrados los ojos y el entusiasmo, sé que es el niño el que vuelve a casa esta mañana. Si el pasado blanco ha despertado, o si se ha dormido el negro, y las luces de los faroles ya no son intermitentes, la puerta del portal seguirá entornada, como la dejé, y subirá las escaleras que yo temía recorrer.

Aquel niño siempre ha sido la silueta que vislumbraba desde abajo, el ser luminoso al que he lastrado tanto tiempo, al que he estado cosido como sombra. Yo he sido las piedras y los fantasmas del camino, y como sombra me quedaré en el oscuro caserón donde todo han sido malos sueños. Y dejaré que la luz ocupe su lugar, lejos del frío, del abandono y del insomnio de una noche que ha sido tan larga que no recuerdo su comienzo.

domingo, marzo 25, 2007

Los disfraces sensibles

La joven Zahara exhibe en su nuevo disco, ‘Día 913’ (autoeditado, 05), una camaleónica capacidad para camuflarse en distintos géneros musicales ofreciendo en todos ellos un resultado de impecable calidad. Convierte el jazz, el blues, la ‘bossa’ y la canción de autor en armas blancas que, combinadas con una sensibilidad desbordante y una poesía pura, desgarran el corazón más resistente.

Las canciones de esta dulce cantautora ubetense, que ha asumido la edición y distribución de su trabajo, se sumergen en las profundidades de su propio océano sentimental para sacar a flote un tesoro acústico oculto desde hace más de dos años. En su web (http://www.dia913.com/) pueden escucharse algunas de sus gemas. Durante 913 días, Zahara ha elaborado un disco elegante, melancólico y romántico a partes iguales, en el que da rienda suelta a una incontenible inspiración que la ayuda a escribir letras sobresalientes, cimentadas en los sólidos pilares de la literatura que abrazó desde pequeña.

Su voz, sutil y sugerente, suspira frágiles melodías capaces de embelesar los sentidos ajenos. Y su talento no ha necesitado pasar por academias. Sus cualidades, como sus cuerdas vocales, son bellas por naturaleza. “Soy autodidacta. Jamás di clases de canto, así que claramente en mis canciones prima la intuición. Me gustan los músicos que se guían por el oído, que buscan y experimentan. Llevo muchos años cantando pero es ahora cuando he encontrado un sonido que me gusta, que refleja lo que quiero contar. Lógicamente, llega un momento en el que se adquiere técnica, pero aunque en casa trabaje, estudie... cuando estoy en un escenario vuelvo a desnudarme de teorías y dejo que mi intuición me lleve a donde quiera”.

Por eso, en algunos momentos Zahara se disfraza de vocalista de jazz. “Aunque escucho música de casi todos los estilos, el jazz me ha dado la posibilidad de convertirme en un elemento musical más. Me permite improvisar, componer, encima del escenario, dejarme llevar realmente. Me da libertad para escuchar y recrearme, para dejar la letra al lado y escuchar música en estado puro. Cuando se conoce desde dentro no se puede abandonar, así que a mi manera, pasándolo por mi filtro, lo he aplicado a mis canciones y a mis conciertos”. En otros, se transforma en una seductora felina que ronronea versos delicados, un elemento al que recurre con frecuencia. “Los gatos tienen una forma peculiar de acercarse a las personas. Se mueven con elegancia, te observan, vienen un poquito y luego se van. Me gusta esa forma de estar siempre presente y a la vez escondiéndose de todo”.

También es capaz de desnudar su alma y ofrecerla a quien la escucha, como sucede en el último tema del disco, ‘Con las ganas’, en el que se convierte en una mujer afligida a punto de romperse en mil pedazos. “Es una canción tan sincera que a veces me da vergüenza cuando termino de cantarla, como si realmente todos supieran lo que opino y pudieran verme por dentro. Mucha gente me pregunta qué historia hay detrás de esa canción que me hace sufrir tanto... Sucedió hace algunos años, pero sigue sucediendo cada día”. En ‘Martina’, Zahara se viste de niña y vuelve a mirar el mundo con pupilas de pocos años. “Martina es esa parte de mí que a veces soy, que todos somos en algún momento. Esa otra ‘yo’ que no tiene prejuicios, que actúa por convicciones, por deseos. Tal vez demasiado hedonista, pero nunca dije que Martina fuera perfecta”. Pero en ‘Día 913’, la compositora no utiliza con tanta frecuencia el ropaje de artista comprometida con la sociedad que vestía en sus primeras canciones. “Cuando empecé a componer tenía catorce años y era incapaz de hablar de mí. Buscaba los temas que me parecían apropiados, pero nunca llegaba a implicarme del todo. Estuve casi dos años sin componer y después de ese tiempo, al volver a hacerlo, me apetecía escribir sobre los motivos que me impidieron componer y sobre los que me llevaron a retomarlo. Y sí, fue el amor, el desamor, la pasión, el sexo, el dolor...”.

Sin embargo, la mayor sorpresa del disco, la más grata, es comprobar que todos estos ‘disfraces’ no existen en realidad. Estos no son más que los distintos perfiles que esconde el corazón de Zahara. O de Martina. O de la vocalista de jazz. No en vano, el perfume es el mismo. Las doce canciones de su disco desprenden el aroma propio de un verso sincero, de un verso sensible. Como sus ‘disfraces’.

domingo, marzo 11, 2007

La luz de los faros
















"Polvo en el aire
si emprendo el camino.
Tierra y cristales
si no puedo más"

('Polvo en el aire', de Quique González)

Todo sucedió en la mitad de un segundo. Dos faros se situaron frente a mí a demasiados kilómetros por hora. Por un instante dudé que nos quedara tiempo suficiente a ambos para cambiar de rumbo, de destino. Una milésima fracción de tiempo después, un brusco movimiento hacia dos lados, frenos desgastados, corazones electrificados, y el aire de reserva ahogado en los pulmones. Después, sólo silencio. Mis pies en el asfalto y mi cabeza en algún lugar que desconozco.

Cuando los focos te deslumbran no tienes tiempo para pensar en nada, pero cuando permanecen los destellos puede verse todo con más claridad. A veces, intentamos encajar en los moldes equivocados. Medidas iguales cortan los trajes. Durante un tiempo, con mucho esfuerzo, puedes permanecer incrustado a base de razonamientos erróneos, martillazos en estado monetario que siempre son insuficientes y a menudo dañinos. En mi caso, pronto quedará todo en polvo y pedazos de una etapa que tan sólo me habrá dejado un puñado de experiencias y muchas muestras de la condición humana. El desconsuelo resignado de personas atrapadas en días áridos que se alargan hasta el infinito. La arrogancia de quienes piensan que el éxito se basa en las posesiones materiales. La honestidad del que intenta levantar su pequeña empresa, o el sufrido esfuerzo del que evita que se caiga. La educada cortesía y los modales de corbata. La falsa apariencia de los poderosos, limitados a la creencia de que la seda de los trajes conlleva una pertenencia a su mismo clan.

He intentado, en todo momento, mirar más allá de ese mundo encorsetado que han creado las empresas, y casi siempre he tenido la oportunidad de llevarme imágenes honestas en el camino de vuelta a casa. Recuerdo a un anciano paseando por el monte en el que se cobija su pueblo con un paso tranquilo, respiración profunda y manos cruzadas a la espalda. La mirada plácida y la conversación amable. Me quedo también con otras postales: una carretera que bordea la marea; una arboleda solitaria que huye de los caminos y de los edificios; costumbres de un pueblo anclado en cualquier día de hace treinta años; una casa antigua por la que corretean niños que entran en el despacho de su abuelo buscando atención; un grupo de obreros que disfruta de la compañía que se prestan en un restaurante de carretera mientras están alejados del hogar; una pareja francesa que intenta explicar lo que quiere a un hosco camarero de la costa. Y, por supuesto, una regresión a la infancia, a mis años en Motril.

Me quedo con todo esto y renuncio a lo demás. No tengo claras muchas otras cosas, pero no quiero resignarme. Estar frente a la luz puede cegar, o puede regalar otro punto de vista, una nueva oportunidad para comenzar.

jueves, febrero 08, 2007

Rescate en la niebla



Acércate. Las nubes han bajado hasta la tierra y han mojado mis sentidos. Mi cuerpo acañonado ya sólo siente frío, hielo en sus rincones. Desliza tus dedos entre mis pulmones para escuchar lo que no he dicho, lo que no habías entendido. Verás escudos oxidados que no me han defendido. Leerás frases que no supe escribir.

Aléjate. Hay gotas de lluvia en los árboles, a punto de caer. Y tonos lánguidos en la niebla difuminan ramas que se quiebran. Los relámpagos aún no han llegado, pero pronto verás luces explotar. Como un avión que cae al mar, nadie a los controles. Como una sombra escondida descubierta de temores. Mira mis pupilas enterradas en carbón. Barre sus escombros, limpia de grises sus colores. Verás en ellas las heridas que han dejado cicatrices.

¿Has visto algo que quieras rescatar? ¿Conoces el camino? Estás a tiempo de esquivar estos dardos, dar dos pasos hacia atrás. Recorre los pasillos que encierran mis recelos y tus celos. Cierra los pestillos tras entrar. Condensa nuestros errores en la niebla. Las nubes han evaporado tus despechos y las lluvias sólo son recuerdos agrios que he perdido.

Como aviones que en la noche ven luces brillar, nadie a los controles. Estrellémonos de nuevo contra el mar.

domingo, febrero 04, 2007

El gran hombre
















Luis vive en uno de los bloques que hay frente a mi edificio, torres de ladrillo visto que parecen hormigueros. Se mudó a mi barrio cuando ambos teníamos doce años y la primera vez que nos encontramos casi acabamos a palos. Pasaron algunas semanas y otro de mi pandilla lo invitó a jugar al fútbol con nosotros. Cuando lo vi aparecer tuve que morderme la lengua para no decir lo que pensaba de aquella traición. Después, Luis se convirtió en mi mejor amigo durante algunos años, hasta que las diferencias de los caminos que decidimos emprender nos fueron distanciando. Su casa sigue estando a cien metros de la mía, pero en los últimos cinco años apenas nos hemos visto. Alguna vez nos cruzamos camino de la panadería, nos saludamos y nos hacemos las típicas preguntas de estos encuentros.

Luis es alto, pesa más de cien kilos, su pelo es moreno y sus ojos muy pequeños y achinados. Tiene los brazos llenos de cicatrices y las manos pequeñas. Nunca le ha preocupado demasiado su imagen y es parco en palabras y en sonrisas. Pero es tan franco y sincero que no sabe disimular las verdades y la bondad se le cae de los bolsillos del pantalón. Antes vivía con sus abuelos y con su madre enferma. Recuerdo que una tarde, cuando teníamos quince años, lo vi muy serio y preocupado. Le pregunté qué le pasaba y me confesó su miedo al futuro, a lo que pasaría cuando sus abuelos no estuvieran y él se tuviera que hacer cargo de su madre. Y descubrí en él a una persona que no había conocido hasta entonces, un adulto que deja un mensaje en el contestador del niño. Carmen, su abuela, murió hace dos veranos. Cuando fui a acompañarlo al velatorio estaba solo, sentado en un sillón y su coraza no tardó en romperse. Ángel, su marido, no aguantó mucho sin ella, apenas un año. Ahora Luis cuida de su madre en una casa que parece más oscura y es más triste que la que yo visitaba hace años.

Ayer por la mañana, cuando iba a comprar el periódico, lo encontré saliendo de su coche cargado de cables de cobre. Le pagan tres euros por cada kilo que lleva a la chatarrería. Me contó que en la obra en la que trabaja como electricista un obrero intentó llevárselos y le dio dos voces. El albañil observó su corpachón, los dejó en el suelo y se fue. Al contarlo, Luis se rió a carcajadas y se le torció la boca. Una tarde, cuando éramos críos, fui a su casa para recogerlo antes de ir al entrenamiento y me lo encontré angustiado porque, al levantarse de la siesta, se había despertado con la boca torcida y no podía cerrar el ojo izquierdo. Me dijo que le había dado "un aire" y con los días se recuperó casi totalmente. Pero tuvo que aguantar las bromas crueles que hacen los niños. En otra ocasión intenté ayudarle a perder peso, así que le dije que tenía que hacer más ejercicio y comer mejor. Como veía que no era capaz de hacerlo, me iba a correr con él para que no se desanimara. Una de esas tardes, después del 'footing', lo encontré sentado en un banco de la calle comiéndose una bolsa enorme de cortezas. Y no quiso seguir haciendo ejercicio, aunque a veces no le dejaba más remedio: Hubo una tarde en la que estaba más perezoso que de costumbre y no me quedó otra que subir a su habitación y tirarlo de la cama. Antes le había quitado la manta, la sábana y hasta el colchón, pero seguía haciéndose el remolón sobre las tablillas del somier.

Hace casi seis años tuve que pasar por el quirófano a finales de agosto. La mayoría de mis amigos estaba estudiando para los exámenes de septiembre y no quería distraerlos, así que sólo avisé al que creía que era mi mejor amigo. Salí del hospital sin recibir respuesta y sufrí una de las mayores decepciones de mi vida. Después supe que, al enterarse de esto, Luis abroncó a este amigo y, encolerizado, le recriminó su acción delante de todos los demás. Me contaron que no pudo más que agachar la cabeza y desear que aquel gigante dejara de gritarle. Entonces comprendí que muchas veces marcamos el teléfono equivocado.

No hablamos mucho más, pero ese breve intercambio de noticias me hizo recordar cuánto ha significado Luis en mi vida, lo importante que fue su amistad durante algunos años que no fueron fáciles para ninguno de los dos. Supongo que vernos acerca un poco el recuerdo de aquellos fantasmas. El gran hombre en que se ha convertido sigue transmitiendo una generosidad que sólo desprenden las buenas personas, las que han sufrido mucho y sin embargo no se han quejado de su destino. Luis, al contrario, siempre estuvo dispuesto a cargar en sus anchas espaldas gran parte del dolor de sus amigos. Y no creo que pueda nunca devolverle tanto.

sábado, enero 27, 2007

Grullas y gaviotas

... y de fondo: 'Winter In The Hamptons', de Josh Rouse.
( http://www.goear.com/listen.php?v=b63e3ad )

Castell de Ferro es un minúsculo pueblo de la Costa Tropical, tan dada a playas no demasiado bellas. Aunque Castell comparte este eufemismo con otras calas próximas, al menos mantiene una diferencia importante respecto a Almuñécar y Salobreña: el pueblo no está masificado. El núcleo de la población lo forman personas que viven allí todo el año, trabajadores de la agricultura en invernaderos, pescadores con pequeñas barcas que atracan en la playa frente a la plaza del pueblo y ancianas que aún visten enlutadas. Cambriles es una cala aneja situada a un kilómetro escaso de Castell, y es donde edificaron las casas de 'fin de semana', las de familias que acuden cada viernes escapando de la vorágine de la capital, del tráfico y del ruido. Como muchas sólo amortizan su inversión en verano, suelen reunirse pocas personas en invierno, favoreciendo un paisaje solitario y tranquilo.

El miércoles tuve una reunión en el pueblo que terminó a las 13.30 y como mi tobillo aún necesita ejercicios específicos (deberes de mi encantadora fisioterapeuta) había guardado en el maletero una bolsa de viaje con ropa deportiva para cumplir mi tarea en la playa. Fui hasta Cambriles para estar más tranquilo y me encontré con lo que esperaba: no había nadie a un kilómetro de distancia. Además, el día estaba nublado y dibujaba una postal en la que el mar se confundía con las nubes en el horizonte. Mi tensión, acostumbrada a bajar en cuanto pongo mis pies en la costa, descendió entonces aún más y me permitió alcanzar ese estado de relajación absoluta y calma total que tanto cuesta conseguir en la ciudad. Aislado de todo y de todos, con un pantalón corto negro y una sudadera roja, comencé a caminar por la arena esperando que mi tobillo no me diera demasiados problemas.

Llevaba unos treinta minutos siguiendo las indicaciones de mi tabla cuando vi que una pareja se acercaba paseando desde la parte del pueblo. Caminaban esquivando las olas en la orilla, a paso lento. Aún estaban bastante lejos, así que no les presté más atención. Iba dando grandes pasos de lado a lado, de arriba a abajo, con los talones y después de puntillas, más tarde flexionando las piernas todo lo que podía... Transcurrieron unos minutos y los caminantes ya casi habían llegado hasta donde yo estaba. Pude comprobar que eran extranjeros porque son inconfundibles sus caras asalmoneteadas, incluso en invierno. Haciendo gala de la educación y los modales que abundan en el Reino Unido, me saludaron al pasar con un esforzado "hola, qué tal", y cuando les devolví el saludo continuaron su marcha, no sin antes intentar adivinar qué hacía alguien allí de un lado para otro. Se lo habría explicado, pero no recordaba cómo se decía tobillo en inglés. Ellos se dirigieron hacia las rocas, en el extremo contrario de la playa, y yo volví a mis asuntos.

Más tarde, de cara al mar y con el agua por las rodillas y amenazando mis pantalones, giré la cabeza hacia la izquierda y vi que los forasteros ya habían llegado y descansaban sentados en una de las rocas contra las que golpean las olas. Permanecían atentos al vuelo de varias gaviotas que planeaban por la playa. Siempre me ha gustado esa escena, aún más desde que hace ya muchos años leí 'Juan Salvador Gaviota' y las imaginaba aprendiendo a controlar el vuelo perfecto, a riesgo de estrellarse contra el mar. En esas estaba cuando recordé que aún no había hecho los ejercicios monopodales, de modo que di dos pasos hacia atrás para que sólo se mojaran mis piernas y levanté la derecha para cargar todo el peso en el tobillo izquierdo. Aún me cuesta mantener el equilibrio, por lo que no puedo evitar extender mis brazos en posición horizontal. Y fue entonces cuando ocurrió.

A finales de los años ochenta yo no había llegado a los diez y una película calificada como 'serie b' irrumpió con tanta fuerza en el imaginario infantil que ha marcado los recuerdos más niños de varias generaciones. 'Karate Kid' se asocia a la infancia, a los lejanos años ochenta, al tiempo en que te apuntaste a las clases de karate después del colegio, cuando aún salías por la tarde, porque querías ser como Daniel Larusso, aquel héroe discreto que se apoyaba en un anciano que era a la vez el mejor amigo, el maestro y el padre. Han pasado los años ochenta, los noventa y casi la primera década de un nuevo siglo, pero sigo viendo cada pase de la película que televisan. Como me ocurre también con 'Indiana Jones' o con la primera trilogía de 'La Guerra de las Galaxias', con 'Los Goonies', con 'Exploradores' y con 'Regreso al futuro', tengo tantos recuerdos cosidos a las cintas de esas películas que no puedo evitar volver a verlas siempre que puedo para volver a ser un niño. Y miento si digo que no me gusta serlo otra vez.

El miércoles, en la playa, cuando levanté la pierna derecha y extendí los brazos intentando mantener el equilibrio en una playa desierta, me sentí como el aprendiz de artes marciales que intenta dominar la técnica de la grulla. Cualquiera de mi generación que haya visto este filme sabe de lo que estoy hablando. Y cuando giré de nuevo mi cabeza hacia la izquierda y vi que la pareja de inglesitos estaba de vuelta casi detrás de mí y me miraba atónita, me despedí de ellos con un simpático 'see you' y amplié mi sonrisa. Durante unos segundos, había vuelto a ser un niño de ocho años.
Después me marché, pero una parte de mí se quedó el resto del día en esa playa, entre grullas y gaviotas.

miércoles, enero 17, 2007

El regreso del viento


Salgo a buscarme cada noche, pero nunca me encuentro.
Si me ves, dime que regrese cuanto antes.

Si me escuchas en algún rincón, lanza mis lamentos al desierto.
Si me odias, déjame tirado en cualquier parte.

Si me olvidas, arrrójame de nuevo contra el viento.
Pero hazlo donde yo también pueda olvidarte.

martes, enero 16, 2007

Fuegos de invierno

... y de fondo: 'Homesick', de Kings Of Convenience.
( http://www.goear.com/listen.php?v=bf36257 )

Si mañana contemplas un campo de batalla tan desolador y desierto, testigo de una batalla cruel y desproporcionada, que derrota a tus esfuerzos por caminar por los senderos más oscuros y tenebrosos, acudiré a la llamada de tus temores para intentar calmarlos.

Si mañana los árboles de tu parque arden y muestran sus brazos retorcidos y carbonizados por las brasas de la añoranza, sentimiento insensible y traidor que aparece y ataca en los lugares más inhóspitos, encontraré la forma de llegar hasta tu entusiasmo para rescatarlo del incendio.

Si mañana sientes que tus fuerzas flaquean mientras persigues la utopía, ente intangible que no se deja atrapar nunca, recorreré las distancias necesarias para alojarte en mi espalda hasta que recuperes el aliento que proporciona la ilusión recuperada.

Si mañana, afligida por las dudas, paseas por el averno y no encuentras la manera de volver y pierdes de vista cualquier resquicio de fe, surcaré los bosques de mi memoria para mostrarte lo que fuimos. Y te prestaré mis recuerdos si prometes devolverlos cuando no los necesites.

Si mañana te rodean los problemas y eres incapaz de vencerlos a todos no has de pensar que has fracasado, pues habrás sido capaz de ser valiente. Si la rendición te tienta formularé nuevas estrategias y trazaré nuevos caminos que te lleven hasta donde quieras llegar, carreteras que no recorrerás a tientas.

Y si mañana el escenario de la guerra y los árboles y el lago y la utopía se hielan, y si hasta el averno se congela, seré las hogueras que calienten tus días más fríos, a los que tanto temes. Seré los fuegos de invierno que templen tu corazón bajo la nieve.


"No te quedes inmóvil al borde del camino / no congeles el júbilo / no quieras con desgana / no te salves ahora / ni nunca. // No te salves / no te llenes de calma / no reserves del mundo / sólo un rincón tranquilo / no dejes caer los párpados / pesados como juicios / no te quedes sin labios / no te duermas sin sueño / no te pienses sin sangre / no te juzgues sin tiempo. // Pero si / pese a todo / no puedes evitarlo / y congelas el júbilo / y quieres con desgana / y te salvas ahora / y te llenas de calma /y reservas del mundo / sólo un rincón tranquilo / y dejas caer los párpados / pesados como juicios / y te secas sin labios / y te duermes sin sueño / y te piensas sin sangre / y te juzgas sin tiempo / y te quedas inmóvil / al borde del camino / y te salvas / entonces / no te quedes conmigo".

('No te salves', de Mario Benedetti)


... Gracias por recordármelo, por todo.