jueves, febrero 08, 2007

Rescate en la niebla



Acércate. Las nubes han bajado hasta la tierra y han mojado mis sentidos. Mi cuerpo acañonado ya sólo siente frío, hielo en sus rincones. Desliza tus dedos entre mis pulmones para escuchar lo que no he dicho, lo que no habías entendido. Verás escudos oxidados que no me han defendido. Leerás frases que no supe escribir.

Aléjate. Hay gotas de lluvia en los árboles, a punto de caer. Y tonos lánguidos en la niebla difuminan ramas que se quiebran. Los relámpagos aún no han llegado, pero pronto verás luces explotar. Como un avión que cae al mar, nadie a los controles. Como una sombra escondida descubierta de temores. Mira mis pupilas enterradas en carbón. Barre sus escombros, limpia de grises sus colores. Verás en ellas las heridas que han dejado cicatrices.

¿Has visto algo que quieras rescatar? ¿Conoces el camino? Estás a tiempo de esquivar estos dardos, dar dos pasos hacia atrás. Recorre los pasillos que encierran mis recelos y tus celos. Cierra los pestillos tras entrar. Condensa nuestros errores en la niebla. Las nubes han evaporado tus despechos y las lluvias sólo son recuerdos agrios que he perdido.

Como aviones que en la noche ven luces brillar, nadie a los controles. Estrellémonos de nuevo contra el mar.

domingo, febrero 04, 2007

El gran hombre
















Luis vive en uno de los bloques que hay frente a mi edificio, torres de ladrillo visto que parecen hormigueros. Se mudó a mi barrio cuando ambos teníamos doce años y la primera vez que nos encontramos casi acabamos a palos. Pasaron algunas semanas y otro de mi pandilla lo invitó a jugar al fútbol con nosotros. Cuando lo vi aparecer tuve que morderme la lengua para no decir lo que pensaba de aquella traición. Después, Luis se convirtió en mi mejor amigo durante algunos años, hasta que las diferencias de los caminos que decidimos emprender nos fueron distanciando. Su casa sigue estando a cien metros de la mía, pero en los últimos cinco años apenas nos hemos visto. Alguna vez nos cruzamos camino de la panadería, nos saludamos y nos hacemos las típicas preguntas de estos encuentros.

Luis es alto, pesa más de cien kilos, su pelo es moreno y sus ojos muy pequeños y achinados. Tiene los brazos llenos de cicatrices y las manos pequeñas. Nunca le ha preocupado demasiado su imagen y es parco en palabras y en sonrisas. Pero es tan franco y sincero que no sabe disimular las verdades y la bondad se le cae de los bolsillos del pantalón. Antes vivía con sus abuelos y con su madre enferma. Recuerdo que una tarde, cuando teníamos quince años, lo vi muy serio y preocupado. Le pregunté qué le pasaba y me confesó su miedo al futuro, a lo que pasaría cuando sus abuelos no estuvieran y él se tuviera que hacer cargo de su madre. Y descubrí en él a una persona que no había conocido hasta entonces, un adulto que deja un mensaje en el contestador del niño. Carmen, su abuela, murió hace dos veranos. Cuando fui a acompañarlo al velatorio estaba solo, sentado en un sillón y su coraza no tardó en romperse. Ángel, su marido, no aguantó mucho sin ella, apenas un año. Ahora Luis cuida de su madre en una casa que parece más oscura y es más triste que la que yo visitaba hace años.

Ayer por la mañana, cuando iba a comprar el periódico, lo encontré saliendo de su coche cargado de cables de cobre. Le pagan tres euros por cada kilo que lleva a la chatarrería. Me contó que en la obra en la que trabaja como electricista un obrero intentó llevárselos y le dio dos voces. El albañil observó su corpachón, los dejó en el suelo y se fue. Al contarlo, Luis se rió a carcajadas y se le torció la boca. Una tarde, cuando éramos críos, fui a su casa para recogerlo antes de ir al entrenamiento y me lo encontré angustiado porque, al levantarse de la siesta, se había despertado con la boca torcida y no podía cerrar el ojo izquierdo. Me dijo que le había dado "un aire" y con los días se recuperó casi totalmente. Pero tuvo que aguantar las bromas crueles que hacen los niños. En otra ocasión intenté ayudarle a perder peso, así que le dije que tenía que hacer más ejercicio y comer mejor. Como veía que no era capaz de hacerlo, me iba a correr con él para que no se desanimara. Una de esas tardes, después del 'footing', lo encontré sentado en un banco de la calle comiéndose una bolsa enorme de cortezas. Y no quiso seguir haciendo ejercicio, aunque a veces no le dejaba más remedio: Hubo una tarde en la que estaba más perezoso que de costumbre y no me quedó otra que subir a su habitación y tirarlo de la cama. Antes le había quitado la manta, la sábana y hasta el colchón, pero seguía haciéndose el remolón sobre las tablillas del somier.

Hace casi seis años tuve que pasar por el quirófano a finales de agosto. La mayoría de mis amigos estaba estudiando para los exámenes de septiembre y no quería distraerlos, así que sólo avisé al que creía que era mi mejor amigo. Salí del hospital sin recibir respuesta y sufrí una de las mayores decepciones de mi vida. Después supe que, al enterarse de esto, Luis abroncó a este amigo y, encolerizado, le recriminó su acción delante de todos los demás. Me contaron que no pudo más que agachar la cabeza y desear que aquel gigante dejara de gritarle. Entonces comprendí que muchas veces marcamos el teléfono equivocado.

No hablamos mucho más, pero ese breve intercambio de noticias me hizo recordar cuánto ha significado Luis en mi vida, lo importante que fue su amistad durante algunos años que no fueron fáciles para ninguno de los dos. Supongo que vernos acerca un poco el recuerdo de aquellos fantasmas. El gran hombre en que se ha convertido sigue transmitiendo una generosidad que sólo desprenden las buenas personas, las que han sufrido mucho y sin embargo no se han quejado de su destino. Luis, al contrario, siempre estuvo dispuesto a cargar en sus anchas espaldas gran parte del dolor de sus amigos. Y no creo que pueda nunca devolverle tanto.