martes, diciembre 25, 2007

Cristales de invierno


















... y de fondo: 'Cayman Islands', de Kings Of Convenience (http://www.goear.com/listen.php?v=9c50cd2).

El frío seco que desciende de las montañas nevadas, trayendo consigo una marejada de abrigos de paño y bufandas de colores, destempla mi garganta pero no mi ánimo. Alzo el cuello de mi vieja chaqueta de ante y la la lana del interior roza con la incipiente barba que dos días sin trabajar me han permitido. Coloco mis manos en los guantes que acabo de comprar en la nueva tienda del barrio. Me dispongo a comenzar mi paseo cuando, desde la calle de enfrente, llega el gran hombre sobre el que escribí hace unos meses. Un abrazo de amistad sincera y un hasta pronto que seguro que será un hasta mucho. No divide la distancia, sino la diferencia. Exhalo el mismo vaho con el que jugaba de pequeño en los días más fríos, cuando imaginaba ser uno de aquellos hombres que se movían en las nubes de humo de las películas en blanco y negro, junto a la barra de un club de jazz. Ahora no soy un niño, y tampoco fumo, pero sigo admirando esas postales.

La ciudad en invierno es más nostálgica que nunca. A pesar de lo que dicen muchos, el frío y la luz neblina de diciembre le otorgan mayor romanticismo a sus calles, a sus plazas, a los árboles. Los mismos árboles que hace unas semanas bailaban canciones de avería y redención, ahora lucen huesudos estirando sus ramas hacia el cielo blanco, blanco invierno. Los mismos árboles que adornan el Salón, huérfano del viejo tranvía que nadie supo sustituir y que mi padre me llevaba a ver los domingos. El fuego consumió sus vagones de la misma manera en la que, muchos años después, haría arder los destellos nebulosos, a la lumbre de un corazón desnudo.

Sigo caminando por la acera arlequinada de la Carrera, una alfombra de mármol a la que se adhieren las hojas secas y por la que corretean los niños vestidos de domingo, como lo hacía aquel pequeño proscrito del caserón insomne que hay junto al río, en el que quedó atrapada una sombra de lo que podemos ser. La Fuente de las Batallas reúne a los más antiguos del lugar en torno a ráfagas de agua de espuma que moja las mesas de los bares en los que los turistas conviven con los personajes propios. Subo la calle Reyes esperando cruzarme contigo, pero siempre faltas a la cita. Llego hasta la Gran Vía, en la que me espera la librería Atlántida, un habitáculo mágico en el que conviven los más grandes de la música y la literatura. Cuando salgo de nuevo a la calle, con Cervantes bajo el brazo, percibo la claridad de un cielo que ha limpiado las nubes de borrascas pasadas. Si acaba la tormenta, todo parece tan poco... Ahora el frío de invierno congela los lamentos de verano como hizo en un paréntesis fugaz del mes de agosto. La felicidad melancólica de la ciudad del hielo cicatrizó unas heridas que han sido más dolorosas y profundas de lo esperado. Y más amargas.

Llego hasta nuestro punto de encuentro imaginario. El cuello alzado protege mi lastimada garganta, los guantes negros ponen mis manos a salvo de los cortes, el aire gélido de la ciudad invernada susurra palabras a los que quieren escuchar. Sin embargo, no he encontrado el modo de defender mi fortaleza de las tropas implacables. Por última vez, miro en derredor, por si acaso no te he visto, pero mis ojos no han sido los torpes. Aunque tampoco has venido este año, sigo esperando tu rescate entre la niebla, en cualquier calle, en cualquier lugar. Hasta que llegues, continuaré escalando las montañas más frías y esperaré en el invierno, quemando remembranzas con las que mantener vivos los fuegos.

¿Recuerdas?

viernes, diciembre 14, 2007

Océanos y rocas
















... y de fondo: 'Grey Room', de Damien Rice (http://www.goear.com/listen.php?v=c7b569e).

Son las siete de la tarde de un día cualquiera. Desde el pequeño rincón que he descubierto en este pueblo de viento, refugiado en un escondite de luz tenue, escribo lo que necesito que mis ojos escuchen, lo que quiero que la parte más humana de mí conozca. Estoy intentando, aún luchando contra las fuerzas más racionales que habitan mi mente, plasmar en unas pocas líneas las evidencias que no quiero ver. Son tan verdaderas que tengo miedo de reconocerlas como auténticas. Pensamientos que querría guardar en un cajón, o dejarlos arrastrar por este viento que azota las calles empedradas del barrio antiguo. Si, como me dijo una persona hace dos días, los pensamientos dejan de ser propios cuando los dices en voz alta, cristalizando tu realidad, quiero obligarme a escuchar lo que pienso y nunca he dicho antes.

Lo que hoy retumba en mis paredes son los ecos de los truenos que explotaban en mi cabeza hace unas semanas, cuando caminé hacia ningún lugar porque no encontré ningún lugar donde calmarme. Siempre he intentado hacer lo correcto, pero casi nunca he sentido que hiciera lo correcto para mí. Siempre he intentado ser justo con los demás, pero pocas veces he sido justo conmigo mismo. Siempre he perdonado a los que me han herido, pero no he conseguido jamás perdonarme mis errores. Quizás porque podía haber elegido hacer lo correcto, ser justo y no haber cometido estos errores. Soy una roca erosionada por las olas que golpean el acantilado. Soy un acantilado ausente que invita al borde del abismo. Soy un abismo que se esconde en las profundidades oceánicas.

Hay una vida en mi cabeza que hoy no se parece casi nada a la que vivo. Hubo unos días, hace no demasiado tiempo, en los que estuve cerca de llegar al sitio en el que me gustaría estar. Cuando estaba cerca de hacerlo tomé un rumbo inesperado que hoy sé que no tendría que haber iniciado. Tenía que haber seguido mi instinto y no mi raciocinio. Ahora, atrapado por las circunstancias amargas de una realidad que aborrezco, debo continuar caminando por estas tierras ariscas unos kilómetros más. Cuando, a uno de los lados de la carretera, haya un sendero de tierra, silvestre y salvaje, voy a escapar del asfalto que derrite a la persona más humana que hay en mí. Abandonaré el mundo aséptico desde el que ahora escribo para revolcarme sobre la hierba mojada y manchar mi ropa vieja. Cuando pueda tomar ese desvío, cuando tenga miedo de tomarlo, sólo tendré que venir aquí, a estos renglones, para cerciorarme de que he de perseguir lo que anhelo. Recordaré que debo ser justo conmigo, hacer lo correcto y no cometer viejos errores. Así no tendré que intentar perdonarme, porque sé que no podría hacerlo nunca.

Soy la furia que emerge de las simas del océano. Soy el océano que humedece los peñascos del acantilado. Soy el viento que arrastra a las olas a batirse con las rocas. Soy las olas del mar. Soy las rocas…