sábado, enero 27, 2007

Grullas y gaviotas

... y de fondo: 'Winter In The Hamptons', de Josh Rouse.
( http://www.goear.com/listen.php?v=b63e3ad )

Castell de Ferro es un minúsculo pueblo de la Costa Tropical, tan dada a playas no demasiado bellas. Aunque Castell comparte este eufemismo con otras calas próximas, al menos mantiene una diferencia importante respecto a Almuñécar y Salobreña: el pueblo no está masificado. El núcleo de la población lo forman personas que viven allí todo el año, trabajadores de la agricultura en invernaderos, pescadores con pequeñas barcas que atracan en la playa frente a la plaza del pueblo y ancianas que aún visten enlutadas. Cambriles es una cala aneja situada a un kilómetro escaso de Castell, y es donde edificaron las casas de 'fin de semana', las de familias que acuden cada viernes escapando de la vorágine de la capital, del tráfico y del ruido. Como muchas sólo amortizan su inversión en verano, suelen reunirse pocas personas en invierno, favoreciendo un paisaje solitario y tranquilo.

El miércoles tuve una reunión en el pueblo que terminó a las 13.30 y como mi tobillo aún necesita ejercicios específicos (deberes de mi encantadora fisioterapeuta) había guardado en el maletero una bolsa de viaje con ropa deportiva para cumplir mi tarea en la playa. Fui hasta Cambriles para estar más tranquilo y me encontré con lo que esperaba: no había nadie a un kilómetro de distancia. Además, el día estaba nublado y dibujaba una postal en la que el mar se confundía con las nubes en el horizonte. Mi tensión, acostumbrada a bajar en cuanto pongo mis pies en la costa, descendió entonces aún más y me permitió alcanzar ese estado de relajación absoluta y calma total que tanto cuesta conseguir en la ciudad. Aislado de todo y de todos, con un pantalón corto negro y una sudadera roja, comencé a caminar por la arena esperando que mi tobillo no me diera demasiados problemas.

Llevaba unos treinta minutos siguiendo las indicaciones de mi tabla cuando vi que una pareja se acercaba paseando desde la parte del pueblo. Caminaban esquivando las olas en la orilla, a paso lento. Aún estaban bastante lejos, así que no les presté más atención. Iba dando grandes pasos de lado a lado, de arriba a abajo, con los talones y después de puntillas, más tarde flexionando las piernas todo lo que podía... Transcurrieron unos minutos y los caminantes ya casi habían llegado hasta donde yo estaba. Pude comprobar que eran extranjeros porque son inconfundibles sus caras asalmoneteadas, incluso en invierno. Haciendo gala de la educación y los modales que abundan en el Reino Unido, me saludaron al pasar con un esforzado "hola, qué tal", y cuando les devolví el saludo continuaron su marcha, no sin antes intentar adivinar qué hacía alguien allí de un lado para otro. Se lo habría explicado, pero no recordaba cómo se decía tobillo en inglés. Ellos se dirigieron hacia las rocas, en el extremo contrario de la playa, y yo volví a mis asuntos.

Más tarde, de cara al mar y con el agua por las rodillas y amenazando mis pantalones, giré la cabeza hacia la izquierda y vi que los forasteros ya habían llegado y descansaban sentados en una de las rocas contra las que golpean las olas. Permanecían atentos al vuelo de varias gaviotas que planeaban por la playa. Siempre me ha gustado esa escena, aún más desde que hace ya muchos años leí 'Juan Salvador Gaviota' y las imaginaba aprendiendo a controlar el vuelo perfecto, a riesgo de estrellarse contra el mar. En esas estaba cuando recordé que aún no había hecho los ejercicios monopodales, de modo que di dos pasos hacia atrás para que sólo se mojaran mis piernas y levanté la derecha para cargar todo el peso en el tobillo izquierdo. Aún me cuesta mantener el equilibrio, por lo que no puedo evitar extender mis brazos en posición horizontal. Y fue entonces cuando ocurrió.

A finales de los años ochenta yo no había llegado a los diez y una película calificada como 'serie b' irrumpió con tanta fuerza en el imaginario infantil que ha marcado los recuerdos más niños de varias generaciones. 'Karate Kid' se asocia a la infancia, a los lejanos años ochenta, al tiempo en que te apuntaste a las clases de karate después del colegio, cuando aún salías por la tarde, porque querías ser como Daniel Larusso, aquel héroe discreto que se apoyaba en un anciano que era a la vez el mejor amigo, el maestro y el padre. Han pasado los años ochenta, los noventa y casi la primera década de un nuevo siglo, pero sigo viendo cada pase de la película que televisan. Como me ocurre también con 'Indiana Jones' o con la primera trilogía de 'La Guerra de las Galaxias', con 'Los Goonies', con 'Exploradores' y con 'Regreso al futuro', tengo tantos recuerdos cosidos a las cintas de esas películas que no puedo evitar volver a verlas siempre que puedo para volver a ser un niño. Y miento si digo que no me gusta serlo otra vez.

El miércoles, en la playa, cuando levanté la pierna derecha y extendí los brazos intentando mantener el equilibrio en una playa desierta, me sentí como el aprendiz de artes marciales que intenta dominar la técnica de la grulla. Cualquiera de mi generación que haya visto este filme sabe de lo que estoy hablando. Y cuando giré de nuevo mi cabeza hacia la izquierda y vi que la pareja de inglesitos estaba de vuelta casi detrás de mí y me miraba atónita, me despedí de ellos con un simpático 'see you' y amplié mi sonrisa. Durante unos segundos, había vuelto a ser un niño de ocho años.
Después me marché, pero una parte de mí se quedó el resto del día en esa playa, entre grullas y gaviotas.

3 comentarios:

  1. Anónimo12:11 p. m.

    Conozco Karate Kid y cuando hablando de ese el imagén de Larusso aparece en mi cabeza. Eres un buen escritor, continue!

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  2. hay que volver siempre...al pasado...para ver...que el presente...nos lleva a un futuro...y reir...reir...

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  3. esos son de los lindos momentos. Gracias por compartirlo.

    pd.y a ver cuando me llevas a esa playa... ;)

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