domingo, noviembre 04, 2007

Curvas de montaña


... y de fondo: 'El Circo', de Miliki (http://www.goear.com/listen.php?v=6782353).

Hace seis años una furgoneta C-15, cargada de personas y equipaje, subía con dificultades la tortuosa carretera de montaña que llevaba hasta la ermita de la Virgen de la Cabeza, en Andújar (Jaén), para vivir unos días de fiesta en plena romería. El conductor apenas tenía experiencia al volante. Tres meses parecieron suficientes para afrontar la travesía. Los compañeros de viaje, quizás más nerviosos que el propio chófer, se quejaban constantemente y le hacían continuas advertencias: "Cuidado con la curva, que es muy cerrada", decían. Y lo dijeron en cada una de las curvas. Si realmente fueran todas tan cerradas, aquella debía ser la carretera más peligrosa del planeta. El copiloto, que era un granadino criado en las faldas de aquella sierra, hacía las veces de cicerone. Su única responsabilidad era avisar de los tramos más complicados. En realidad, sólo había un punto en el que había que tener cuidado: un puente tan estrecho que uno de los coches tenía que ceder el paso al otro. La señal de tráfico era un sueño imposible, claro. El copiloto, en el momento crucial de su misión, estaba contando chistes y el conductor tuvo que frenar con, digamos, cierta brusquedad. A uno de los que iba sentado detrás se le cayó una caja en la cabeza, lo que provocó su iracunda reacción y un ajustado recuento de los familiares del copiloto. Si al menos los chistes tuvieran gracia...

El plan perfecto, el que habría seguido un grupo normal, era subir a la Sierra, acampar, permanecer los tres días de la romería, recoger los bártulos y marcharse. Digo que eso era el plan normal, porque aquellos romeros eligieron otro. En vez de subir y bajar, es decir, recorrer aquella maldita carretera dos veces (una de ida y otra de vuelta), los romericos, que así podrían llamarse, subieron, dejaron las cosas, bajaron, estuvieron todo el día de un lado a otro del pueblo y volvieron a subir a las doce de la noche. Supongo que para darle más emoción al asunto. Hideputas, que diría Alatriste. Con lo que no contaban era con el complejo mecanismo que permitía encender los faros de la vieja C-15. Allí estaban los cuatro romericos, futuros licenciados todos, intentando dar con la solución al enigma en mitad de un parking. "Pues colocamos linternas", dijo un lumbreras. Al final, claro, dieron con la tecla... porque llamaron al dueño de la furgoneta. Llegaron otra vez a la Sierra a las tres de la mañana, pero la zona estaba abarrotada como si de unos grandes almacenes en plenas rebajas se tratara. El conductor, hastiado de conducir y de los chistes de su copiloto, encontró un hueco minúsculo en el que aparcar. Bajó una cuesta, giró hacia la izquierda y colocó el coche entre tres árboles y un pedrusco obelístico. Como decía, no era un conductor experimentado, pero sabía que sacar la 'fragoneta' de allí iba a ser complicado. Difícil de cojones, vamos. "Bueno, ya veremos cuando nos vayamos", decía para sí mismo.

La noche anterior habían estado de fiesta en el pueblo hasta las cinco de la mañana, bailando sevillanas y bebiendo 'Pilicrín'. Cuenta la leyenda que incluso cantaron por las iliturgitanas calles con los pañuelos que regalaban con las botellas en la cabeza. Hubo alguno, para más inri, que cantaba aquello de "un baile nuevo, un baile nuevo, el baile del pañuelo, el baile del pañuelo...". Se fueron a dormir a la cinco, decía, y se levantaron a las ocho, lo que supuso una gran alegría para el imberbe conductor. Después vino el primer ascenso, el descenso, las compras, las luces, el segundo ascenso y el aparcamiento. Y aún les duraba la resaca.

Contaba que el conductor se las prometía felices una vez que había depositado el vehículo en un abismo. Aún no se le había borrado una estúpida sonrisa de la cara cuando llegó el de los chistes: "Oye, que hay que coger la frago para ir a por unos amigos". Lo acababan de joder a base de bien. Aquello era lo último que hubiera querido escuchar. Sería difícil explicar la forma en la que se le revolvieron las tripas y las neuronas en un baile cerebral imposible. Así que nuestro valiente protagonista, agotado, cabreado y resacoso, no tuvo otra que volver a entrar en la C-15 del padre de su amiga para intentar sacarla de allí. Efectivamente, sus teorías sobre la dificultad de la operación no eran descabelladas. El sudor frío y los instintos asesinos hicieron acto de presencia. El cielo se le abrió un poco cuando uno de los autóctonos, amigo íntimo del de los chistes, dijo algo que al conductor le pareció celestial: "¿Quieres que lo saque?", preguntó. "¿Pero tú sabes conducir?", replicó el otro. "Claro, hombre".

Todo sucedió muy rápido. La 'frago', marcha atrás, esquivó los árboles y el pedrolo, subió la cuesta de culo, subió, subió... Y lo hizo tan rápido que estuvo a punto de atropellar a nuestro querido amigo, que tuvo que correr para proteger su vida. Después se escuchó un golpe seco y metalizado, al que sucedió un exabrupto: "¡Me caaaago en la puta, cooones! ¡Mi coche, mi coche!". Lo que faltaba, pensó nuestro buen amigo. Entonces, una figura gigantesca surgió de entre las sombras y las tiendas de campaña. Las greñas al viento, las venas de la frente hinchadas y el cubata en la mano. Las cinco de la mañana. Qué noche tan larga fue aquella. El ambiente festivo y, evidentemente, la botella de whisky que aquel hombre debía haberse bebido, apaciguaron sus ánimos y permitió que el embrollo se arreglara de forma amistosa. No debe contarse mucho de lo que sucedió después, por pura precaución legal. Baste con decir que nuestro protagonista acabó rellenando el parte de aquel gigante furioso porque, de lo borracho que estaba, no podía ni sostener el bolígrafo. Los guardias civiles estaban disfrutando con aquel espectáculo. Casi estoy por asegurarlo.

Pero la cosa no acabó en eso. Qué va. Más tarde, el conductor, el de verdad, fue a recoger lo que fuera (qué más da si leña o personas) con el hideputa del yo-sé-conducir-de-cojones-pero-me-estrello-con-otro-coche-me-pongo-a-llorar-y-después-te-echo-la-culpa-a-ti-no-sin-antes-pedirte-que-digas-que-eras-tú-el-que-conducías-que-yo-no-tengo-permiso-y-me-cae-un-paquete, a su lado. Quizás por eso de tener cerca a tus amigos pero más cerca aún a tus enemigos. Durante el trayecto, iba aquél intentando quitarle importancia al asunto de la Guardia Civil y el mamotreto que quería inflarlos a hostias a los dos. Parecía cosa de la tierra, porque el cabrón iba contando los mismos chistes malos que el otro le había contado antes. De repente, un ruido que provenía de la parte trasera del vehículo. El conductor miró por el retrovisor. Las puertas se habían abierto y la mercancía que transportaban se iba cayendo por la carretera, como migas de pan que dejaban tras de sí para que cualquiera que las siguiera descubriera quiénes eran los gilipollas. No les quedó otra que frenar, hacerse a un lado y recoger todo aquello. Cuando lo hicieron y cerraron las puertas como pudieron, ya de vuelta a las tiendas de campaña, al iluminado imbécil se le olvidó decirle al conductor por qué desvío tenían que ir y, a las seis de la mañana, tuvieron que dar media vuelta en plena curva de aquella fatídica carretera de montaña. La madre que parió la carretera, la montaña, el imbécil y la 'fragoneta'.

De todos modos, lo mejor estaba por llegar. Los dos nuevos amigos, el conductor y el imbécil, volvieron por fin tras su odisea. Los demás, que llevaban por lo menos cuatro horas bebiendo vino y comiendo y estaban tan alegres, preguntaron por lo sucedido. Ambos se sentaron donde pudieron y les sirvieron un vaso de vino y un pincho de tortilla. El fatigado conductor no tenía ganas de fiesta. Llevaba 24 horas sin dormir durante las cuales había cargado con una resaca, había conducido diez o doce horas en una furgoneta al borde de la jubilación, había aguantado un repertorio amplio de chistes sin gracia, soportado a un imbécil, a dos guardias civiles y a un energúmeno borracho. La verdad es que no estaba para fiestas ni para bromas. Lo único que deseaba es que todos se fueran de la tienda y poder dormir con tranquilidad. Qué plácido y dulce deseo era imaginarse el silencio y la comodidad de un rincón en el que descansar. El imbécil, por su parte, parecía muy contento y feliz. Estaba allí riéndose con el cardo de su novia cuando no se le ocurrió otra cosa que decir: "Come tortilla, hombre, que no ha pasao ná". Y el conductor, al que llamaremos Krabat, tuvo que soportar, a modo de clausura de un día inolvidable, cómo se reía aquel imbécil, a su modo subnormal, con los trozos de patata entre los dientes.

2 comentarios:

  1. Anónimo2:54 a. m.

    Es tarde, pero no me ha importado romper el silencio de la noche con mis carcajadas...He mirado un par de veces a la barra de navegación para asegurarme que estaba en tu blog, porque pensé que me encontraba en la sección `Patente de Corso´ de tu admirado Arturo. Tu texto es tan ..."revertiano" (se me permite?, existe?). Delicioso, divertido, ...fantástico como siempre. Mi admiración, una vez más.

    Un beso grande

    Sonia

    PD: en 11 días recupero el tiempo que a día de hoy tengo hipotecado, y te escribo. Espero y deseo que todo te vaya bien.

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  2. Muchas gracias por la felicitación (nunca es tarde si la dicha es buena).
    Un beso!

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