lunes, junio 23, 2008

Quebrantos




Cuando vuelvo a los viernes me esperan las carreteras de regreso a la ciudad rojiza. Enciendo el motor de un coche abandonado, cubierto por el polvo, y al emprender la marcha intento desintoxicarme de la semana que ha volado y que me ha alejado un poco más de todo. Vomito por la ventanilla las mentiras que salpican una honestidad venida a menos, una ética que pongo en entredicho cada día, pero que no hace sino golpear los estómagos que hay más cerca. Llego a la estación de servicio de la autopista desierta, que espera a los visitantes sedientos, forajidos del asfalto derretido. Pido un café que cada vez encuentro más amargo y me siento junto a una de las ventanas a observar el paso fugaz de los vólidos que se acercan a la costa. En esos momentos, pienso que la escena era más bonita en invierno, cuando la lluvia golpeaba con fuerza los capós. Después pago el servicio y continúo mi camino. En la segunda parte del viaje, voy reconociéndome en las curvas, dejo atrás los tiburones y afilo el mentón descuidado de los fines de semana. Recuerdo la humanidad que se me está cayendo de los bolsillos, desparramada en charcos de sangre diluida en cloroformo.

Y, al girar las montañas, dibujo el trazado de un viaje imposible hacia el oxígeno. Y, al rodear los cristales, contemplo cortes en mi piel que no he curado bien. Y, entonces, necesito pensar que no será para siempre, que no he sido para nunca.

Hay quebrantos ocultos que no lograré disimular hasta los viernes y no podré falsificar todos los lunes.

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